En el reino del Unión Magdalena, Eduardo Dávila, su monarca vitalicio, ha declarado que el fútbol femenino no tiene cabida. Pero, ¿es esta la única tragedia en la historia de este club?
POR: ÁLVARO QUINTANA MENDOZA
Había una vez, en una comarca costeña conocida como Santa Marta, un feudo futbolero gobernado por un señor feudal que no usaba armadura, sino guayabera, su nombre es Eduardo Dávila Armenta, el barón de los contratos opacos y las ideas rancias, había decidido que en sus tierras el balón tenía género: masculino, claro. Las mujeres, según su real decreto, debían dedicarse a actividades más “propias de su naturaleza”, como jugar dominó o tejer escarapelas.
Sí, señores. Esto no es un cuento de la época de La Conquista. Es el presente en el que habita el Unión Magdalena, también conocido como ‘Ciclón Bananero’, aunque últimamente ni ‘Ciclón’ ni ‘Bananero’: más bien un brisón marchito sin dirección, azotado por la bruma de decisiones tan absurdas como misóginas.
Dávila, el mismo que carga una condena por el asesinato de su esposa, el que ha sido mencionado en más procesos judiciales que goles celebrados por el Unión en una temporada, decidió abrir la boca —y no precisamente para pedir perdón— y soltar una perla más para su colección de despropósitos: “Mientras yo esté manejando esto, no habrá equipo del Unión Magdalena [femenino]. Ese no es un deporte para la mujer”.
El renacimiento del pensamiento cavernario. En tiempos donde clubes como América de Cali y Atlético Nacional apuestan por el fútbol femenino con la seriedad de los grandes, donde el mundo celebra el talento de jugadoras como Linda Caicedo, en Santa Marta tenemos un dirigente que quiere “encerrar el balón en una cocina”.
Pero no se equivoquen: Dávila no es un dirigente deportivo. No le gusta el fútbol. No tiene visión, olfato ni oído para el talento. No sabe cuándo vender un jugador ni cómo mantener a un técnico. No tiene una historia escrita con sudor en los camerinos ni lágrimas en los ascensos. Su legado no es deportivo: es más bien un prontuario que haría palidecer a los protagonistas de una novela negra.
Mientras tanto, el club que alguna vez fue cuna de leyendas como Valderrama y Arango, sobrevive como un vagón descompuesto que va de la B a la A y de vuelta sin pena ni gloria. Bucaramanga, Pereira, Fortaleza: todos pasaron por el infierno de la segunda división y resurgieron con proyecto, fútbol y ambición. ¿El Unión? El Unión parece una finca vieja a la que no se le invierte un peso, pero que aún da frutos por inercia.
Y es que negar el fútbol femenino en pleno 2025 es como seguir usando disquetes para guardar información: no solo es torpe, es sospechoso. Porque el problema aquí no es deportivo, es de fondo: Dávila no quiere que el Unión Magdalena sea un club serio. No le interesa competir. Le basta con tener el escudo, la ficha y el negocio de mantenerlo a flote en el naufragio eterno de la mediocridad. Con el mínimo esfuerzo, el equipo existe. Con el mínimo decoro, sobrevive.
Y entonces llega el golpe maestro de esta tragicomedia: el machismo con firma. Las palabras de Dávila no son deslices, son manifiestos. Son parte de una visión del fútbol —y del mundo— donde las mujeres deben aplaudir desde la gradería, no patear desde la cancha. Es una lógica ruin que convierte un club de fútbol en una hacienda del siglo XIX.
La historia del Unión Magdalena bajo su mando no es la de un equipo, sino la de una marca secuestrada. La afición, noble y paciente como pocas, ha sido cómplice a la fuerza, atrapada entre el amor al escudo y la vergüenza de su dueño. Cada vez que el equipo gana, es a pesar de Dávila, no gracias a él. Cada jugador que brilla lo hace en rebeldía. Y cada niño o niña que sueña con vestir esa camiseta, lo hace con una fe que ni los curas entenderían.
Así llegamos al clímax de este esperpento: Dávila, el millonario con delirio de emperador bananero, impone su criterio como si el Unión fuera una extensión de su sala. Que no haya fútbol femenino no es una decisión técnica ni financiera. Es una cruzada ideológica, una defensa del machismo como último bastión de control.
En un país donde las mujeres siguen luchando por igualdad en el deporte, este tipo de discursos no solo son ridículos, son peligrosos. Validan la exclusión, alimentan la violencia simbólica y manchan el escudo de una institución que debería ser de todos y todas.
Quizás algún día, cuando el fútbol sea realmente democrático, el Unión Magdalena tendrá un equipo femenino que compita, que sueñe, que gane. Quizás, cuando los clubes de Colombia estén libres de los Dávilas de turno, podremos ver un campeonato donde la camiseta del ciclón se agite con orgullo también en la liga femenina.
Pero mientras tanto, solo queda resistir. Denunciar. Reírse con rabia. Porque como en las buenas sátiras, la realidad a veces se escribe sola… y duele más que la ficción.
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