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Santa Marta: la ciudad del origen, ciudad con destino

por Brayan R. Retamoso Gamarra
Hablar de Santa Marta es hablar del origen. De la Sierra, del mar y de los ríos; de los caminos que bajaban del corazón del mundo mucho antes de que llegaran las piedras coloniales.

Hablar de Santa Marta es hablar del origen. De la Sierra, del mar y de los ríos; de los caminos que bajaban del corazón del mundo mucho antes de que llegaran las piedras coloniales. Como samario que ha vivido, caminado, se ha formado y trabajado toda la vida en esta ciudad, no puedo dejar de sentir una mezcla de orgullo y frustración cuando contemplo lo que somos y lo que podríamos ser. Porque si algo nos han enseñado estos 500 años, es que una ciudad no se define solo por su historia, sino por lo que decide hacer con ella.

Durante mucho tiempo, el relato oficial de Santa Marta giró en torno a su pasado: el primer asentamiento, los tesoros perdidos, la catedral más antigua. Pero la ciudad real, la que se mueve entre motos, carros, comercio ambulante, barrios informales y avenidas colapsadas, ha tenido que resolver su futuro sin un rumbo claro. La planificación urbana no siempre estuvo presente. Las decisiones se tomaron muchas veces desde la urgencia, no desde la visión. Y así fuimos creciendo: desordenadamente, a retazos, olvidando que el territorio también tiene memoria.

Esa memoria es clave. Están los caminos ancestrales que podrían hoy ser rutas de movilidad activa. Está el tejido comunitario que, a pesar de las ausencias del Estado, mantiene viva esta ciudad. Y están los saberes locales, que deberían guiar muchas de nuestras decisiones técnicas. Porque una ciudad que no se escucha a sí misma está condenada a repetirse.

En los últimos tiempos se percibe una mayor apertura institucional al pensamiento estructural, a la evidencia y a la articulación entre planeación y gestión. Proyectos como el Sistema Estratégico de Transporte Público (SETP), que por años estuvo estancado entre diseños inconclusos y gestiones inconexas, comienzan a avanzar de manera discreta pero firme. Sin grandes discursos, pero con pasos concretos. Y eso, para quienes venimos trabajando el territorio, es una señal de esperanza.

No se trata solo de buses nuevos o paraderos. Se trata de transformar la manera en que entendemos el espacio urbano. De volver caminable la ciudad, de conectar barrios históricamente excluidos por el servicio de transporte, de recuperar el derecho a moverse con dignidad. Hoy, la mayoría de los desplazamientos urbanos no se realiza en modos sostenibles o formalizados, lo cual refleja una deuda histórica en infraestructura, cobertura y planificación pública. Las ciclorrutas, los andenes continuos, los espacios públicos seguros y accesibles no deberían ser lujos, sino componentes esenciales de una ciudad que se respeta a sí misma y honra la movilidad y el transporte como un derecho.

También es tiempo de ampliar nuestra mirada. La Santa Marta que viene debe ser una ciudad inteligente, sí, pero no solo por la tecnología. Inteligente porque planea con bases sólidas, pero también con sentido. Porque dialoga con sus territorios. Porque reconoce la pluralidad cultural y ambiental que la define. Una ciudad que aprenda a gobernarse no desde el centro, sino desde sus periferias; que entienda que la innovación no está solo en los sensores o dispositivos tecnológicos, sino en la forma en que resolvemos lo cotidiano.

En este marco, los 500 años de fundación no son una línea de llegada. Son una bifurcación. Podemos seguir administrando lo urgente o podemos construir lo importante. Podemos seguir hablando de «la ciudad del origen» como un eslogan, o podemos hacer de ese origen una razón para cambiar el destino.

Porque Santa Marta merece más. Y quienes hemos crecido aquí, quienes la conocemos desde sus playas hasta sus cerros, quienes nos hemos formado profesionalmente para servirla, sabemos que otra ciudad es posible. Pero para que sea posible, hay que decidir construirla.

Una ciudad no cambia solo desde las oficinas. Cambia en los barrios, en las decisiones cotidianas, en cómo nos movemos y en cómo exigimos que se nos escuche. Una ciudad no se mide por sus calles pavimentadas, sino por la dignidad de quienes las transitan. Y por la esperanza de quienes aún creen que es posible caminarla mejor, por los mismos senderos donde alguna vez comenzó todo. Esa transformación empieza con nosotros.

VER: 500 años de Santa Marta.

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