La presencia de la princesa Leonor junto a líderes del pueblo Arhuaco marca un símbolo poderoso de los 500 años de Santa Marta: reconciliar, reconocer y construir una ciudad donde todos los caminos tengan espacio.
Santa Marta vivió una escena que encapsula la promesa de lo que podría ser una ciudad distinta. La princesa Leonor de Borbón, heredera al trono de España, sonriente y vestida con uniforme naval, se encontró frente a frente con los representantes del pueblo Arhuaco, uno de los grupos indígenas ancestrales que habitan la Sierra Nevada.
Este encuentro no fue uno más en la agenda protocolaria del Buque Escuela Juan Sebastián de Elcano; fue una fotografía viva de lo que significan realmente los 500 años de Santa Marta: un punto de inflexión, un cruce entre historia, memoria y la posibilidad de una nueva narrativa.
En vez de mirar hacia atrás con nostalgia colonial, Santa Marta parece querer mirar hacia adelante con conciencia crítica. Porque no se trata solamente de conmemorar una fundación, sino de abrir una discusión honesta sobre el tipo de ciudad que quiere ser. Y esa conversación pasa, de forma obligada, por el respeto a quienes han custodiado la Sierra, el agua, el equilibrio ambiental y espiritual de este territorio por siglos. Son los pueblos indígenas quienes nos enseñan que la memoria no sirve de nada si no se convierte en guía para el futuro.
Santa Marta, de ciudad colonial a ciudad plural
Santa Marta no puede seguir atrapada entre los símbolos coloniales que decoran sus plazas y las ruinas que recuerdan las primeras expediciones españolas. Tiene la oportunidad de mutar, de convertirse en una ciudad plural, en un laboratorio vivo de cómo la historia se reescribe con todas las voces. La presencia de la princesa Leonor no debe entenderse como una validación del pasado, sino como una posibilidad de enmendarlo desde el respeto.
Los Arhuacos, al recibir a la delegación española, no lo hicieron desde la sumisión. Lo hicieron con dignidad. Con su vestimenta ancestral, con sus mochilas tejidas con historia, con sus palabras cargadas de espiritualidad y verdad, los líderes indígenas no pidieron permiso, marcaron un mensaje: aquí seguimos, aquí estamos, aquí seguimos cuidando lo que muchos han olvidado.
En un país en conflicto permanente con su historia, Santa Marta tiene la oportunidad de enviar un mensaje diferente. El símbolo no es menor: una heredera al trono saludando a descendientes de quienes fueron despojados hace siglos. Pero esta vez, el saludo no es vertical, es horizontal.
En la sonrisa de Leonor, y en la firmeza serena de los Arhuacos, hay un mensaje que va más allá del turismo o los actos conmemorativos. Hay una intención de construir algo nuevo. Y esa es la única manera en que un aniversario de cinco siglos tenga sentido: cuando se convierte en una plataforma de transformación.
Reconciliar para crear
La reconciliación no es una palabra cómoda. Implica reconocer heridas, asumir errores, pero también abrirse a la posibilidad de un futuro distinto. En Santa Marta, la reconciliación debe empezar por integrar los saberes de todos sus habitantes: desde los pueblos indígenas hasta los empresarios del turismo, desde los académicos hasta los pescadores, desde los jóvenes creadores hasta los portadores de las tradiciones.
Los 500 años pueden ser una excusa para una fiesta o una oportunidad para un nuevo pacto social. Dependerá de cómo se asuma este momento histórico. Y por primera vez en décadas, hay señales de que algo distinto se quiere gestar. La presencia del pueblo Arhuaco en los actos protocolarios no es decorativa. Es política, es cultural, es simbólica, y es profundamente transformadora si se convierte en una práctica cotidiana.
¿Qué pasaría si Santa Marta se convirtiera en un modelo de ciudad intercultural? ¿Qué pasaría si, en lugar de levantar monumentos a los conquistadores, levantara espacios de memoria viva de los pueblos originarios? ¿Qué pasaría si en los colegios se enseñara la historia no como una sola versión, sino como un tejido complejo donde convergen muchas verdades?
La reconciliación no es olvidar lo que pasó. Es usarlo como base para construir algo nuevo. Y ese es el verdadero reto de Santa Marta en sus 500 años: no celebrarse a sí misma, sino permitir que todos puedan celebrarse en ella. No repetir el relato heroico de la conquista, sino escribir la epopeya de la convivencia real. No contar la historia desde la corona, sino desde la tierra, desde el río, desde la sierra.