La Casa de los Políticos amaneció en crisis. La despensa, que hasta la noche anterior estaba llena, ahora era un páramo desolado. No había arroz, ni carne, ni siquiera el último paquete de galletas que Honorio Henríquez Pinedo escondía para su merienda.
El escándalo no tardó en estallar.
—¡Ey parranda e flojos despierten, Nos tumbaron, se robaron la comida! —gritó El Nene Pérez, mirando a todos con cara de indignación teatral.
—Esto es claramente un sabotaje de los de antes —declaró Carlos Caicedo, con su acostumbrada seguridad mesiánica—. Nos quieren desestabilizar, pero no lo lograrán.
—¿Y si mejor buscamos la comida antes de acusar a los clanes? —propuso Patricia Caicedo, con un tono que sonaba más a burla que a sugerencia.
Franklin Lozano intentó intervenir, haciendo un vídeo en vivo y tirando alguna frase grandilocuente, pero nadie le prestó atención.
Mientras tanto, Rafael Martínez, como siempre, respaldó la versión de su líder:
—Si no tenemos comida es porque nos la quitaron, como nos han quitado todo, pero gracias a Carlos Caicedo vamos a superarlo y recuperaremos la comida.
Y entonces llegó la gran revelación.
El Mono Martínez, con su sonrisa de villano de cómic, apareció con una caja de latas en la mano.
—Oigan, ¿y esto?
El silencio fue absoluto.
Detrás del sofá, en una despensa improvisada, estaba toda la comida. Latas, paquetes de arroz, botellas de aceite, los frijoles y hasta los detodits picantes de mallath… no faltaba nada. Y lo más revelador: todo tenía una etiqueta que decía “Reservado para uso exclusivo de Carlos Caicedo”.
—¿Me están diciendo que la comida nunca desapareció y que fue… Carlos quien la escondió? —preguntó Mallath Martínez, sorprendida de haber hablado en un capítulo.
Caicedo, sin inmutarse, respondió con su tono más paternalista:
—No la escondí. La administré. Alguien tenía que hacerlo, y dado mi historial de administración exitosa…
—¡¿EXITOSA, joda rosa! —saltó El Nene Pérez—. Pero si tus administraciones terminan siempre echándole la culpa a los de antes.
—¿Qué querían? —continuó Caicedo, ignorando la interrupción—. ¿Que dejáramos la comida a la libre disposición de cualquiera? Aquí no todos tienen la capacidad de manejar los recursos con justicia.
—Pero, ¿quién te eligió administrador? —preguntó Patricia, con una mirada afilada.
—El pueblo —respondió Caicedo, con una sonrisa triunfal.
—¿Qué pueblo? —intervino Honorio, confundido y listo para llamar a Uribe y preguntarle que hacer.
—Bueno, Rafael Martínez me apoyó, y su apoyo representa la voluntad del pueblo, al fin de cuentas es el actual Gobernador—concluyó Caicedo.
Martínez, por supuesto, asintió fervorosamente.
Pero entonces, como un trueno, se escuchó la voz de la Casa. Esa voz sin rostro, sin cuerpo, la única autoridad incuestionable en ese circo de egos. El jefe de la casa estudio.
—Por retener los alimentos de la Casa sin justificación alguna, Carlos Caicedo deberá lavar los baños durante una semana.
El escándalo fue instantáneo.
—¡Esto es persecución! —protestó Martínez—. Los enemigos del cambio nos quieren humillar.
—Y Rafael Martínez, por haber sido cómplice del mal manejo de los recursos, se encargará de la lavandería.
El silencio se apoderó de la sala.
—Ah, y para que quede claro: esta semana solo quedan frijoles en la despensa.
El Mono Martínez estalló en carcajadas.
—¡Jajajaja! Caicedo, el administrador supremo, lavando baños mientras la casa sobrevive a punta de frijoles. ¡Esto es arte!
Los demás intentaron contener la risa. Incluso Patricia Caicedo dejó escapar una media sonrisa.
Caicedo, sin perder la compostura, sentenció:
—Esto es una muestra de la persecución que he sufrido toda mi vida.
Pero la Casa ya había hablado.
Mientras Caicedo se dirigía resignado hacia los baños con un cepillo en la mano y Martínez recogía la ropa sucia de todos, los demás comenzaron a prepararse para la próxima gran batalla: la primer prueba de eliminación se acercaba. Y esta vez, todos estaban listos para la guerra.