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Reapertura de iglesias ¿sí o no?

Por Jacobis Aldana

Nota: Este es un espacio de opinión abierta y de participación. Las posiciones aquí presentadas son responsabilidad exclusiva de cada autor y no necesariamente representan o dirigen el curso editorial o la filosofía de codigoprensa.com


Esta semana fue noticia una nacional la clausura de una iglesia en Santa Marta. Los feligreses se encontraban reunidos en un espacio pequeño no adecuado, sin medidas de protección e involucraron niños y personas de avanzada edad. Inmediatamente se puso sobre la mesa el debate acerca de la viabilidad de reabrir los lugares de culto y los aparentes peligros que pudieran rodear tal decisión.

Hay varias cosas que deben considerarse al respecto, sobre todo porque no se trata de un tema menor. Si bien, las iglesias no conforman un rubro importante en la economía, sí son una expresión ligada a la libertad individual que no puede ser ignorada.

Lo primero que debe mencionarse es que en su gran mayoría las iglesias han transicionado con éxito a la virtualidad temporal. Los centros religiosos de la ciudad, incluyendo la Catedral Basílica, adaptaron los púlpitos y los convirtieron en improvisados estudios de grabación, unos más sofisticados que otros pero en general, por alrededor de cuatro meses los templos han estado vacíos.

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Debe dejarse también en claro que la actitud irresponsable de estas personas que se encontraban reunidas, no se dio por el hecho declarado de ser parte de una iglesia o en razón de una directriz de fe que así lo demande, ellos particularmente actuaron movidos por una deliberada falta de cautela y juicio.

Esta no es la prueba de una revuelta sistemática por parte de las iglesias ni tampoco una iniciativa que desconozca la importancia del momento que estamos atravesando; sin embargo, si debe admitirse con la mirada al piso que el singular ejercicio de la fe en algunas personas en ocasiones termina comprometiendo su integridad y también la de otros al mismo tiempo que la reputación y la percepción generalizada, nada nuevo debajo del sol, pero esto no debe de ninguna manera ser el rasero con el que se mida todo el sentir religioso de una sociedad.

Me temo que este hecho ha sido capitalizado no como un caso particular y de naturaleza singular sino como si fuera la prueba reina de lo que sucede con la iglesia en general, una apreciación a mi juicio injusta, debo decirlo firmeza.

Las autoridades han asumido erróneamente que ordenar la reapertura de los lugares de culto implicaría que los miembros de las iglesias correrán en forma desaforada y por encima de toda ley de cuidado cuando en cuatro meses no ha sucedido así. Estos parecen ignorar además que los miembros de comunidades religiosas son parte de una sociedad familiarizada con las restricciones vigentes en todos los sentidos. En efecto, no se trata de personas que han estado encerradas sin ningún contacto con el mundo exterior durante toda la pandemia y que ahora están esperando el momento para salir de sus casas con las barbas largas y el pelo desgreñado a reunirse sin control.

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¿Pero qué hace de las iglesias un caso tan especial? Esa es una pregunta interesante sobre todo si se ve a la luz de que junto al sector de la aviación han sido los más resistidos por personas cercanas a peculiares ideologías políticas. Pero no quiero sembrar ninguna suspicacia, por favor siga leyendo.

Esta semana, por ejemplo, el New York Times publicó un articulo en el que alegaba que un mes y medio después que el presidente Trump ordenara la  reapertura para iglesias, la afectación es de 650 casos relacionados con actividades religiosas en todo el país. Si, leyó bien, ¡650! incluyendo retiros y campamentos, —algo fuera de lugar por demás— Eso representa el 0.02% del total de infectados en Estados Unidos; sin embargo, fue presentado como una noticia catastrófica. Es interesante que tales estudios y evaluaciones no se han hecho para otros sectores que han estado en ejercicio pleno inclusos desde el inicio de las medidas. Pareciera como si los únicos con la facultad potencial de violar las reglas fueran los creyentes.

Por otro lado, a la fecha en nuestro país otros sectores funcionan con protocolos menos exigentes que aquellos que están dispuestos para los lugares de culto, aunque, en contraste con esos otros sectores, las iglesias cuentan con un demográfico mucho más uniforme, responden a un liderazgo y mantienen relaciones de interacción más definidas, algo que sin duda resulta ventajoso a la hora de pensar en la implementación de reglas de control y protección.

Sumado a todo esto hay una sensación de ambigüedad o falta de precisión en la información.  Mientras el presidente ordena la reapertura, bajo protocolos en municipios con baja afectación, los alcaldes en definitiva son los encargados de autorizarlo, decir sí o no a dicha reapertura. Se esperaría que los afectos religiosos de la alcaldesa pudieran tener al menos una incidencia en manifestar una determinación; por supuesto, no se trata de esperar que sancione por encima de la medida de sensatez y la calamidad que ahora enfrenta la ciudad, pero si que ponga fin al limbo de opinión que rodea este asunto. Uno esperaría que la primera autoridad hable.

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Finalmente, el fervor religioso es inherente a la libertad, algo que debe ser garantizado de la misma manera que se garantiza el derecho a ejercer una actividad laboral. Por supuesto, en circunstancias especiales como las que vivimos, dichos derechos no deben sobrepasar la frontera de modo que ponga en peligro la libertad de otros; es por eso que lo que se pide no es que se autorice el ejercicio inmediato y no restringido de la fe, sino que se abra una ruta a la reapertura bajo lo ya establecido como reglas para salvaguarda de salud y la vida.

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